lunes, 11 de abril de 2011

Una nota menos: la magia de Glenn Gould, 3ª y última parte






El final: una nota menos


En 1964, con sólo 34 años, Glenn Gould anunció que se retiraba de los escenarios, y que en lo sucesivo solamente grabaría discos. Su último concierto fue el 28 de marzo en Chicago. Justificó su decisión en el desprecio que le producía el afán competitivo de los pianistas. Prefería la soledad de un estudio de grabación. Decía que el escenario le hacía sentir un actor de vodevil.

Era ya una leyenda viva. Sus interpretaciones eran a menudo polémicas; pero nadie osaba poner en cuestión ni su técnica ni su genialidad.

Le gustaba la tecnología, la radio en concreto. En una ocasión comentó que la radio, con la que se quedaba dormido todas las noches, le permitió superar un bloqueo mental con el Opus 109, de Beethoven. Tenía un sentido del humor muy peculiar: ideó programas de radio en los que aparecían personajes como un director de orquesta inglés, un musicólogo alemán, psiquiatras o taxistas… siempre eran él mismo. Utilizaba estos personajes para satirizar la música clásica y, en su boca, poder expresar sus opiniones – a menudo controvertidas – sobre la música y los compositores (no le gustaban Mozart ni Chopin, entre otros muchos). En el límite del paroxismo, llegó a entrevistarse a sí mismo en un momento que debió ser hilarante: se sometió a tal acoso que suspendió la entrevista que él mismo se estaba haciendo.

Tenía una personalidad muy compleja; Peter Ostwald, psiquiatra y Profesor de la Universidad de California, lo trató durante un tiempo, y afirmó que posiblemente sufría el “síndrome de Asperger”, una forma de autismo.

Sus excentricidades son casi una leyenda de la música clásica: su postura al piano no era en absoluto ortodoxa, inclinado sobre el teclado, casi rozándolo con la mejilla, sacudía ocasionalmente el torso hacia la derecha. Gould siempre utilizó la misma silla, una desvencijada y paticorta silla de madera que le construyó su padre, y que arreglaba él mismo cuando se descomponía. Además, despreciaba los convencionalismos sociales: aparecía en los conciertos con un frac arrugado, cubierto con bufandas y abrigos a pesar del calor. Cancelaba uno de cada cinco conciertos. En sus últimos años tocaba con una postura tan desenfadada que llegaba a cruzar las piernas; siempre canturreaba mientras tocaba (el soniquete de su voz era una pesadilla para los técnicos de grabación) y llevaba una vida casi monacal: le tenía fobia a los actos públicos, huía de la fama y no le gustaba el contacto físico. Evitaba dar la mano. Lo que le encantaba era el teléfono.

Pero tanta excentricidad puede tener una justificación: Gould sufría desde joven de dolores crónicos en la espalda: se había facturado el coxis. Su extraña postura al piano le ocasionaba menos molestias. Además, el dolor constante le provocó una adicción a las pastillas, y se automedicaba con frecuencia para mantener la tensión arterial. Cuidaba mucho de sus manos y sus muñecas: su aversión a dar la mano se circunscribía a los desconocidos, por miedo a que le provocaran una factura (según decía, temía “a las personas bajitas y a los adolescentes”). Siempre antes de tocar sumergía sus manos veinte minutos en agua caliente.

Y llegamos al final: Gould anuncia la decisión de volver a grabar las “Variaciones Goldberg”. Era la primera vez que Gould repetía una grabación.

De todo lo que hemos comentado hasta ahora sobre Gould y las Goldberg, nos adentramos ahora en el análisis de lo más apasionante: la inexplicable secuencia cíclica de la obra en concordancia con la experiencia vital del intérprete. En cristiano: Gould abrió y cerró su vida grabando las Variaciones Goldberg, como las mismas Goldberg se abren y cierran con la misma Aria. Pero hay algo más. Mucho más. Hay algo para lo que no tengo explicación, y que no debería haber sucedido.

Gould estaba tocando las variaciones mucho más lento de lo que lo hizo en 1955. La versión definitiva que nos ha llegado dura 51 minutos 14 segundos, frente a los 38 minutos 26 segundos de la anterior. Y llega el Aria final.

Bach dejó dicho que se repitiera el Aria del principio, pero Gould hace algo inexplicable: toca la última Aria más lenta que la primera, como si se estuviera despidiendo; pero, además, hace algo incomprensible: toca una nota menos. No toca la penúltima nota de la partitura.





Con esta decisión, la obra se cierra por completo, el Aria última adquiere una dimensión propia que Bach no había previsto y se acentúa el carácter de despedida. De final. Gould deja de tocar una simple nota, y con ese gesto nos transmite la sensación de decir adiós. Gould se atreve a cerrar las Goldberg y se queda quieto, con las manos juntas. Ha acabado. No con la grabación. Ha acabado con una vida que empezó con esa misma obra. Lo ha hecho más lento, más maduro, más sobrio. Es una obra de madurez, de dar sentido a una vida. No encuentro otra explicación a este final tan sorprendente. Gould se va, y de alguna manera lo sabe.  





Poco después, el 4 de octubre de 1982, una infección mal atendida le provoca un derrame cerebral masivo y fallece inesperadamente. En su funeral, en la iglesia anglicana de San Pablo, en Toronto, suena una versión desconocida de las Variaciones Goldberg. La mayoría de los asistentes no la conocen. Acaba de hacerse pública.

Es una versión en la que se toca una nota menos al final.


Antonio Carrillo Tundidor

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