sábado, 22 de agosto de 2015

Infierno y vacío.




No sabemos cuándo se produjo el despertar de la conciencia, el momento más trascendente de la historia del género Homo, pero es seguro que impuso sobre nuestros pequeños hombros el insoportable peso del final. La conciencia de Ser, de Existir, lleva implícita la certidumbre de la muerte.

Desde entonces, el hombre conjura su miedo revistiendo la muerte de trascendencia. Los enterramientos rituales presuponen la existencia de un alma que sobrevive al cuerpo, de una vida después de la muerte. Si no se piensa así, la vida resulta, sencillamente, incomprensible. La muerte de un hijo ansía un leve consuelo en la certeza de que volveremos a abrazarlos y consolarlos en algún momento, que no ha sido un "adiós", sino un "hasta luego". En un conocido entierro Neanderthal, una niña pequeña aparece inhumada junto a unos pétalos azules ¿Los puso su madre? ¿Su padre? ¿Acaso lo hizo el viento?  

¿Qué nos depara el destino? Como hemos dicho muchas veces en este blog, la respuesta dependerá de lo que dicte nuestra cultura, nuestro ámbito doctrinal. La primera civilización de la historia, la sumeria, nos habla de kur, una tierra subterránea de la que no se puede volver. En ella encontramos un río y un barquero (una constante el río infernal: el infierno maya, el Xibalbá, implica un descenso a cuatro ríos), y una existencia eterna en soledad. El mito sumerio omite todo suplicio, castigo o daño; pero el inframundo mesopotámico está vacío de afectos, de consuelo. El hombre no ve al amigo, la madre no vuelve a acariciar al hijo ni el marido podrá besar una vez más a su esposa. Incluso los reyes se ven atrapados en esta desalentadora nada. Desde el comienzo de los tiempos históricos, aparece el pánico al vacío. A desaparecer.

La muerte es la antesala del olvido.

La mitología egipcia, al menos, permite que el alma se someta al juicio de Osiris, el mito preferido de mi hijo Jacobo. En una balanza se sopesan la moralidad del difunto (representada por su corazón) y la justicia ( la pluma de la diosa Maat). Dependiendo del veredicto de Osiris, el alma ascendía al paraíso o Aaru (también Yeru, que de las dos formas lo he visto escrito); o, en su caso, era devorada por Ammit, un ser con cabeza de cocodrilo, torso de león y piernas de hipopótamo. Esto significaba su fin. No hay, pues, un suplicio eterno, como no lo había en Mesopotamia; pero la vida debía de ser realmente virtuosa si se quería ascender al Aaru, que se suponía reservado para unos pocos privilegiados. Para los demás, no hay nada. Como en la mitología mesopotámica, a la mayoría la muerte les depara el vacío. De nuevo el olvido.

Hasta al menos el siglo V a.C. no encontramos una primera aproximación a la culpa en vida y el correspondiente castigo eterno tras la muerte. Habrá que esperar a la aparición del tártaro para que el infierno, tal y como lo entendemos, haga acto de presencia. Según antiguas fuentes órficas. el tártaro sería la «cosa» ilimitada que existió primero, antes de nacer el Cosmos. Es decir, el tártaro es una manifestación de la hybris, del desorden. El infierno es el caos. La falta de equilibrio.

Escritos posteriores definen el tártaro, de manera más concreta, como un profundo abismo situado en el hades, el mundo de los muertos. En lo más profundo estaban encerrados los titanes y algunos grandes criminales, como Sísifo, Ixión o Tántalo. Todos sufren un castigo eterno, y la pena impuesta se adecua al crimen cometido en vida. Pero son pocos los condenados a tal suplicio. ¿Qué sucede con la mayoría? ¿Qué nos depara la muerte a los demás?

Unos pocos privilegiados disfrutarán de su apoteosis, palabra griega que significa "estar con Dios". Un puñado de hombres virtuosos podrían disfrutar de la paz florida de los Campos Elíseos, y se solazarán en una eternidad de gozo. Pero, una vez más, hablamos de una minoría. La gran mayoría no son condenados al tártaro ni pueden acceder a las gracias del Olimpo. Entonces, de nuevo, ¿dónde acabamos la "gente normal" tras la muerte? ¿Qué recompensa le depara la mitología griega a una vida mediocre?

El premio por una vida equilibrada es un deambular perpetuo por la Llanura de Asfódelo. Los autores nos la describen como un paisaje fantasmal, inmerso en una bruma permanente, en el que lánguidos árboles inclinaban sus ramas hasta el suelo. No hay día ni noche, sino un continuo crepúsculo en el que se adivinan sombras y se pierde fácilmente la noción del tiempo y del espacio.

Se niega todo contacto sensorial con la realidad, como si se estuviera en manos de torturadores; incluso el oído sufre por un rumor incesante; el que causan todas las almas hablando al mismo tiempo, en un soliloquio incesante. Estos espíritus, que se arrastran como fardos chejovianos, perdida toda individualidad, sólo podían recuperar un leve instante de consciencia si un familiar vivo acudía a un templo y ofrecía un sacrificio de sangre.

Terrible.

Poco más tarde, casi al mismo tiempo, aparece con fuerza un cuerpo doctrinal extremadamente original: el monoteísmo judío. Aunque el faraón Akenatón había realizado un breve intento de revolución monoteísta mil años antes, con su culto al dios Aton, los judíos son los primeros que realmente evolucionan de una pluralidad de dioses a un Dios único; y además fijan su doctrina en un libro que recoge, en ocasiones de manera contradictoria o confusa, la palabra de Dios. Los primeros pasajes de la Biblia muestran esta indeterminación en el hecho de que haya dos versiones diferentes sobre la creación del hombre; y en ocasiones se nombra a Dios utilizando una forma plural, Elohim, aunque seguida de verbos o adjetivos singulares.

Esta inconsistencia se explica porque durante el siglo VI a.C. algunos miembros de la élite judía fueron esclavizados en Babilonia. Cuando al cabo de 70 años se reencontraron los exiliados con los que habían permanecido en Jerusalén, hubo graves diferencias de interpretación. En parte, la necesidad de acordar un mínimo común doctrinal motivó que se pusiera por escrito lo que hasta ese momento habían sido una tradición únicamente oral.

La Biblia nos habla de un pueblo peculiar, que ha establecido un contrato con su Dios único, con una terrible cláusula de penalización, el infierno, y un impedimento grave desde el inicio, la existencia del pecado original cometido por Adan. A menudo, los encuentros entre Dios y su pueblo elegido distan mucho de ser amables. El Antiguo Testamento, en su mayor parte, no es un relato apto para menores.

Un inciso: a pesar de lo que acabamos de decir, es cierto que muchos pueblos antiguos politeístas también poseen relatos de un trato familiar con sus dioses, que se rompe por cometer el hombre una imprudencia: los brahmanes, por ejemplo, cuentan que el primer hombre come de un árbol sagrado y cae en desgracia. (El árbol, por cierto, surge en multitud de ocasiones, como en el mito del pueblo chileno mapuche y el árbol del canelo; también en la mitología nórdica, en la que hombre y mujer son creados de sendos troncos de árboles situados en una playa).

Resulta abrumador comprobar la coincidencia de mitos y arquetipos humanos: en la religión persa que tiene su origen en la figura de Zoroastro, en concreto en su relato Avesta, Dios castiga la primera mentira. En el mito maya Popol Vuh los dioses castigan al hombre con una sombra que sólo les permite ver lo inmediato, por haber pretendido saber demasiado y convertirse así en dioses (árbol de la sabiduría). Hay otro mito persa, el Bundehes, en el que se seduce a la primera pareja humana a comer frutos prohibidos. Por su parte Biamé, el gran dios aborigen australiano, creó al hombre y a la mujer del barro, pero les prohibió comer animales. Sus criaturas incumplen la orden durante una época de sequía y dan muerte a un canguro obligados por el hambre. Biame, implacable, los castiga con presenciar la primera muerte de un ser humano. Por último, en la epopeya sumeria de Gilgamesh, uno de los relatos más antiguos de la humanidad, una serpiente le hace perder al protagonista la "hierba de la vida."

"Barro", "serpiente", "fruta prohibida", "árbol de la sabiduría"... no son mitos cuyo origen se encuentre en un solo libro. Después de 70 años de esclavitud y cientos de años de contactos, ¡cómo no iba a ser permeable el imaginario cultural judío a la milenaria cultura mesopotámica! ¿Le quita esto verosimilitud al relato literal de la Biblia? Podría pensarse que así es; pero por otro lado es fascinante que los mismos arquetipos (como el del diluvio universal) se repitan en lugares tan lejanos, unos de otros, como Australia, Centroamérica o Europa ¿No les parece?

Volvamos: el trato con Dios y el pecado original traen implícito el castigo: Gehenna, el infierno, es un lago de fuego en el que las almas de los que han abandonado a Dios (los que incumplen el contrato) arden eternamente. Esto sí parece ser una novedad: el sufrimiento eterno tras la muerte para los impíos. ¿Acaso ya no hay vacío en la Biblia? ¿Ha desaparecido la llanura de Asfódelo? ¿Al hombre ya no le aterra el olvido?

No lo parece si se lee el "Libro de Job", en donde su protagonista, tras haber sufrido las mayores calamidades, se lamenta diciendo:


"Acuérdate que mi vida es un soplo, 
Y que mis ojos no volverán a ver el bien. 
Los ojos de los que me ven, no me verán más; 
Fijarás en mí tus ojos, y dejaré de ser. 
Como la nube se desvanece y se va, 
Así el que desciende al Seol (hades) no subirá; 
No volverá más a su casa (...)

¿No son pocos mis días? 
Cesa, pues, y déjame, para que me consuele un poco, 
antes que vaya para no volver, 
a la tierra de tinieblas y de sombra de muerte; 
Tierra de oscuridad, lóbrega, 
como sombra de muerte y sin orden, 
y cuya luz es como densas tinieblas. (...)

Mas el hombre morirá, y será cortado; 
Perecerá el hombre, ¿y dónde estará él? 
Como las aguas se van del mar, 
Y el río se agota y se seca, 
Así el hombre yace y no vuelve a levantarse (...)

Pusieron la noche por día, 
Y la luz se acorta delante de las tinieblas. 
Si yo espero, el Seol es mi casa; 
Haré mi cama en las tinieblas. 
A la corrupción he dicho: Mi padre eres tú; 
A los gusanos: Mi madre y mi hermana. 
¿Dónde, pues, estará ahora mi esperanza? 
Y mi esperanza, ¿quién la verá? 
A la profundidad del Seol descenderán, 
Y juntamente descansarán en el polvo."


Luego se arrepentirá de sus palabras, y Dios le recompensará con una vida larga y próspera. Pero queda en su lamento la idea del vacío, de la nada tras la muerte: "dejaré de ser", "haré mi cama en las tinieblas".

De nuevo en Eclesiastés 9 encontramos un trasunto claro del "carpe diem" de Horacio:


"Aún hay esperanza para todo aquél que está entre los vivos; porque mejor es perro vivo que león muerto.

Porque los que viven saben que han de morir: mas los muertos nada saben, ni tienen más paga; porque su memoria es puesta en olvido.

También su amor, y su odio y su envidia, feneció ya: ni tiene ya más parte en el siglo, en todo lo que se hace debajo del sol.

Anda, y come tu pan con gozo, y bebe tu vino con alegre corazón: porque tus obras ya son agradables á Dios.

En todo tiempo sean blancos tus vestidos, y nunca falte ungüento sobre tu cabeza.

Goza de la vida con la mujer que amas, todos los días de la vida de tu vanidad, que te son dados debajo del sol, todos los días de tu vanidad; porque esta es tu parte en la vida, y en tu trabajo con que te afanas debajo del sol.

Todo lo que te viniere á la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas; porque en el sepulcro, adonde tú vas, no hay obra, ni industria, ni ciencia, ni sabiduría."


Pero en mi opinión, el pasaje más oscuro y terrible de la Biblia es el Salmo 88. En él, una voz cansada y asustada se agita en un estertor de pánico ante el vacío y la oscuridad. Es, sin lugar a dudas, una obra maestra literaria, que nos acongoja profundamente:




"¡Señor, mi Dios y mi salvador,
día y noche estoy clamando ante ti:
que mi plegaria llegue a tu presencia;
inclina tu oído a mi clamor!
Porque estoy saturado de infortunios,
y mi vida está al borde del Abismo;
me cuento entre los que bajaron a la tumba,
y soy como un hombre sin fuerzas.
Yo tengo mi lecho entre los muertos,
como los caídos que yacen en el sepulcro,
como aquellos en los que tú ya ni piensas,
porque fueron arrancados de tu mano.
Me has puesto en lo más hondo de la fosa,
en las regiones oscuras y profundas;
tu indignación pesa sobre mí,
y me estás ahogando con tu oleaje.

Apartaste de mí a mis conocidos,
me hiciste despreciable a sus ojos;
estoy prisionero, sin poder salir,
y mis ojos se debilitan por la aflicción.
Yo te invoco, Señor, todo el día,
con las manos tendidas hacia ti.
¿Acaso haces prodigios por los muertos,
o se alzan los difuntos para darte gracias?

¿Se proclama tu amor en el sepulcro,
o tu fidelidad en el reino de la muerte?
¿Se anuncian tus maravillas en las tinieblas,
o tu justicia en la tierra del olvido?
Yo invoco tu ayuda, Señor,
desde temprano te llega mi plegaria:
¿Por qué me rechazas, Señor?
¿Por qué me ocultas tu rostro?
Estoy afligido y enfermo desde niño,
extenuado bajo el peso de tus desgracias;
tus enojos pasaron sobre mí,
me consumieron tus terribles aflicciones.
Me rodean todo el día como una correntada,
me envuelven todos a la vez.

Tú me separaste de mis parientes y amigos,
y las tinieblas son mis confidentes."

Espeluznante ¿no es cierto?

La voz del hombre que desgarra su garganta en el salmo 88 es la de alguien que se aferra a sus últimos momentos de conciencia antes de caer en "la tierra del olvido". En el vacío. En la nada. Y lo hace con un lamento premonitorio: "¿Acaso haces prodigios por los muertos, o se alzan los difuntos para darte gracias?".


Unos siglos más tarde surge la figura de Cristo, que supone una auténtica revolución en el mundo judío. Al postularse como el profeta que el pueblo judío esperaba, Cristo envía un mensaje claro: la espera del pueblo judío ha llegado a su fin. El juicio final será inmediato. El contrato con Dios está próximo a resolverse.

Las primeras comunidades cristianas viven en esta euforia que supone la certeza de que Jesús se ha hecho hombre para salvarnos, e indicarnos el camino hacia Dios Padre. Las comunidades se alimentan de esta certeza que llamamos parusía; la espera inminente del regreso de Jesús, anunciado por Él mismo.

Pero la euforia se templa con el paso de los decenios, de los siglos, y la iglesia debe evolucionar y adaptarse a un entorno sociopolítico complejo. Por de pronto, se ha convertido en la iglesia oficial de un mundo, el de la "pax romana", que se desmorona; Alarico, al mando de un ejército visigodo, saquea Roma el año 410, lo cual significa la rúbrica del final de una época. Mientras tanto, en el seno de la iglesia hay serias divergencias sobre aspectos fundamentales del dogma, en concreto entre la escuela de Alejandría y la de Constantinopla. En lo que nos interesa, surgen dos interpretaciones sobre el infierno y el pecado original que se muestran irreconciliables: la de Orígenes y Pelagio, por una parte, y la de San Agustín, que es la que finalmente acabará imponiéndose .

Orígenes, alumno de Clemente de Alejandría es, probablemente, la primera gran inteligencia entre los antiguos padres de la iglesia católica del siglo III. Gran estudioso y filósofo, proponía la misma filosofía como una suerte de anticipo del cristianismo (aunque lo hacía con menos entusiasmo que su mentor). No en vano, muchos cristianos vieron en los neoplatónicos (Plotino) y en el mismo Platón un anticipo del cristianismo.

Este helenista eminente se centra en el mensaje de Jesús "Dios es amor". En concreto, le interesa su infinita misericordia, y la circunstancia de que Jesús se postulara como redentor de todos los hombres, a costa de su propia vida. Si esto es así, necesariamente debemos hablar de una "apocatástasis", una restauración: en el fin de los tiempos, todos, pecadores y no pecadores, volverán a ser uno con Dios. Como Orígenes afirma:

"La redención operada por Cristo tuvo por finalidad la restauración de todas las cosas; sin duda alguna, esta redención hace sentir paulatinamente su eficacia hasta el punto en que nadie será salvado contra su voluntad. El mal no puede prevalecer con el dominio del mundo; si Dios lo permitió fue con vistas al bien; por tanto, las mismas penas de los demonios y condenados en el infierno no tienen otra finalidad que servir de enseñanza y de medicina"

En definitiva: la infinita bondad de Dios, presente en Cristo, hace ilógica la existencia de un infierno eterno.

Pelagio, por su parte, refleja una importante influencia de la filosofía estoica. Este monje británico negaba la existencia del pecado original, y no entendía de la necesidad del bautismo. Además, opinaba que la salvación no tenía que ver con la gracia recibida, sino con obrar bien siguiendo el ejemplo de Jesús. Su sentido común le obliga a decir que Adan habría muerto, incluso aunque no hubiera pecado. De hecho, el pecado cometido sólo lo perjudicó a él, no a la humanidad entera. En el caso concreto de los niños recién nacidos, éstos se encuentran en el mismo estado que Adán antes de la caída. Además, no sólo el evangelio, también la Ley mosaica es una guía válida para la salvación. Pelagio afirma que antes de la venida de Cristo tuvo que haber hombres que se mantuvieron sin pecado; es decir, antes de Cristo hubo hombres y mujeres buenos.

Frente a tanto "optimismo antropológico" surge la influencia de la doctrina maniquea en la enorme figura del obispo de Hipona, San Agustín. Logró imponer su criterio sobre la doctrina cristiana con respecto al pecado original en el concilio de Cartago, en concreto en 8 cánones, entre los que destacamos:

La muerte no vino para Adán por necesidad física, sino a través del pecado.

Los niños recién nacidos deben ser bautizados a causa del pecado original. Es decir, la condición de "naturaleza caída" (natura lapsa) se transmite a cada uno de los nacidos tras la expulsión del Edén.

La gracia justificante no sólo vale para perdonar los pecados pasados sino que ayuda a evitar los pecados futuros.

La gracia de Cristo no sólo permite conocer los mandamientos de Dios sino que también da fuerza a la voluntad para ejecutarlos.

Sin la gracia de Dios no es tan sólo más difícil, sino absolutamente imposible, realizar buenas obras.


Todo este cuerpo doctrinal, que nace en San Pablo, se consolida en San Agustín y adquiere todo su rigor con Santo Tomás (vaya tres inteligencias), protagonizó recientemente la catequesis de Juan Pablo II bajo el título: "El Infierno como rechazo definitivo de Dios":

"El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría."

Por eso, la «condenación», no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación», consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado."



En definitiva: existe el infierno, consecuencia del libre albedrío concedido por Dios al hombre. Como afirmaba San Agustín, no puede haber salvación para quien se aleja de Cristo. Este asunto no es en absoluto baladí si usted vive en un país católico y percibe un progresivo avance de la secularización, el divorcio y los matrimonios civiles.

El vacío de la antigüedad desaparece; era un signo propio de los tiempos politeístas. En esta época de monoteísmo militante existe la culpa - el pecado original, de hecho -, y no se puede alcanzar la "apoteosis" con una vida honorable si no es abrazando la Fe de Cristo.

Orígenes o Pelagio, que pudieron haber abierto otra senda más "amable" de la doctrina cristiana, fueron finalmente rechazados. La catequesis de Juan Pablo II y Benedicto XVI es inequívoca en este sentido.

En definitiva, y después de tantas palabras leídas ¿qué podemos afirmar que hay después de la muerte? ¿El vacío de Asfódelo? ¿El perdón amable de Orígenes? ¿El infierno de San Agustín? ¿Acaso habrá tras la muerte lo que había antes de nacer? ¿Qué sentido tiene la muerte para el ser humano?

Será motivo de otro artículo, en el que hablaremos del libro "El ser y la muerte" de Ferrater Mora.

Pero, como entenderán, lo que vamos a aportar serán hipótesis.

Nos falta información de primera mano.

Por fortuna.

Por ahora.



Antonio Carrillo Tundidor

2 comentarios:

  1. http://www.reshafim.org.il/ad/egypt/religion/ancestorworship.htm

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  2. No hace falta pertenecer a ninguna religión oficial para pensar que puede haber algún otro tipo de realidad. Lo que no creo es en una condena eterna. Me parece un castigo desmesurado para una vida finita. Pero todo esto son especulaciones. No sabemos nada.

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