lunes, 10 de octubre de 2011

Las falsas religiones: vacas sagradas.






Les propongo tres alternativas:



Religiones absurdas


Hay religiones absurdas, que obligan a sus fieles a prácticas aberrantes y sin sentido. Son doctrinas a menudo primitivas, encantadoramente ingenuas y, si se me permite, algo infantiles.

Son creencias sin un cuerpo doctrinal mínimamente serio; algunas incluso tienen un sustento únicamente oral, sin un anclaje que fije el dogma sobre la base de unos escritos inmutables, estudiados durante siglos. No disponen de una Biblia, o de un Corán.

Cuesta creer que alguien piense en el sol como una deidad, en el árbol como una expresión de la fuerza de la naturaleza; o que vea en las fases lunares una manifestación de lo divino. Se practican ritos chamánicos adivinatorios, prácticas curativas sin fundamento científico alguno y, lo que es peor, se obliga a sus creyentes a obedecer mandatos irracionales y, en ocasiones, dañinos, que ningún europeo civilizado entendería.

Tenemos un ejemplo de práctica religiosa incomprensible en la creencia hinduísta de que el cuerpo de la vaca contiene unos 300 millones de dioses; y por lo tanto es intocable. ¡Cómo es posible que en un país en el que mueren de hambre miles de personas, una fuente de proteínas como la vaca sea intocable, y simplemente lastimarlas implique la cárcel! Es irracional, y el mejor ejemplo de una práctica religiosa ilógica.


Igualitarismo cultural


El texto anterior es un ejemplo (vergonzante) de chauvinismo europeo, aliñado con el aceite de la necedad.

Las religiones son manifestaciones culturales que dan sustento y consolidan prácticas, en la mayoría de los casos, necesarias y racionales. En concreto, el ejemplo de las vacas sagradas en India es paradigmático y de sobras conocido.

Si los hindúes mataran a las vacas conseguirían, en efecto, un pequeño aporte proteico cuyo efecto real sería, prácticamente, irrelevante. En cambio, si se mantienen las vacas con vida en una sociedad preindustrial, las ventajas son considerables. Por ejemplo, son una fuente constante de leche, y por tanto de proteínas animales. Pero hay mucho más.

En la India no se tiene acceso a los abonos de origen químico. El único aporte de riqueza para la tierra procede de los residuos orgánicos de las vacas y otros animales, así como de elementos vegetales en descomposición; una fuente de nutrientes imprescindible para renovar el humus, la capa fértil que sirve de sustento a las cosechas. Acabar con las vacas tendría como consecuencia un progresivo deterioro de la calidad de la tierra cultivable y, en consecuencia, acarrearía terribles hambrunas.

Además, para sembrar es preciso realizar surcos en la tierra, para lo que es necesario disponer de una fuerza motriz considerable. Estamos acostumbrados al uso de tractores; pero en muchos lugares el hombre no tiene a su alcance maquinaria alguna. Pero, sin embargo, sí puede utilizar la fuerza del buey, un animal domesticado capaz de arar la tierra. Y la vaca es, en esencia, una fábrica de bueyes. A cambio, las vacas viven de los residuos que se acumulan en las ciudades y no representan una carga para la sociedad. No es preciso alimentarlas.

El estiércol de vaca no sólo se utiliza como abono. También es un aislante que se emplea en la construcción de suelos y paredes, y como fuente energética es un combustible imprescindible en la gastronomía India, por el tipo de llama constante y suave que produce. Es un sustituto perfecto del carbón o el gas.

En definitiva, las vacas son más útiles vivas que muertas; y la religión sólo institucionaliza lo que representa una ventaja socioeconómica. Algo parecido sucede con usos y costumbres religiosos en todas partes del mundo: detrás suele haber una explicación lógica perfectamente clara. Sólo hay que estudiar algo más el problema, verlo desde una perspectiva más amplia. No en vano, el ejemplo de las vacas sagradas está extraído del libro de texto de Marvin Harris "Introducción a la Antropología", manual de obligada lectura el primer año de filosofía. Algunas religiones prohibieron comer cerdo para evitar la propagación de la “triquinosis”; otras propugnan la circuncisión porque resulta más higiénico, y detrás del celibato se esconden razones de índole económicas.

Todo esto conlleva un mensaje final claro: convendría observar un poco de humildad a la hora de hacer juicios de valor sobre otras culturas y costumbres. No hay una cultura mejor que otra, una lengua, creencia o valor superior.


No todo vale

Lo anterior nos supone un problema de conciencia. ¿Qué sucede, por ejemplo, con hábitos como el de la ablación del clítoris? ¿Debe respetarse? Con la ablación se intenta evitar el orgasmo femenino, lo cual implica un desinterés mayor de la mujer hacia la práctica del sexo y, por tanto, es una manera de asegurar la fidelidad y con ello la herencia genética del esposo. Pero todo ello presupone que la mujer es una propiedad subordinada al marido. Hay afectadas unas 135 millones de mujeres en el mundo, y muchas mueren durante la operación. Y esto no sucede sólo en África: en el sur de Colombia es una práctica de la etnia Emberá-chamí ¿Lo sabían?

Finalmente: ¿Dónde están los límites?

No todo vale. La cultura debe someterse a unos mínimos comúnmente establecidos por la comunidad internacional, que salvaguarden aspectos que conforman la esencia de la dignidad humana. En realidad, estos mínimos inexcusables los tenemos plasmados en la Declaración de los Derechos de Hombre de Naciones Unidas.

En un sentido amplio, asistimos a una confrontación emocionante: cultura frente a civilización. La segunda debe prevalecer, porque la mujer no debe ser esclava del hombre, porque los niños tienen derecho a una protección especial, porque nadie debe sufrir persecución por razón de creencia, género, raza, orientación sexual o ideario político.

El respeto a las creencias tiene un límite claro en la defensa de la dignidad de todo ser humano.

Y esto no es objeto de discusión.


Antonio Carrillo

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