domingo, 22 de enero de 2012

Olfato



Los sentidos son la ventana que nos abren al mundo, a la realidad. Lo que sabemos de lo que nos rodea es una construcción de lo que vemos, oímos, tocamos, gustamos u olemos. Y, esto es asombroso, la realidad cambia: hay tantas realidades como seres. Se percibe de múltiples maneras, con infinidad de matices. Hay animales que disfrutan de sentidos de los que los humanos carecemos.

Incluso dentro de nuestra especie podemos hablar de una manera subjetiva, personal, de percibir nuestro entorno. Un invidente afinará su sentido del olfato; y los pocos afortunados que disfruten de un oído tonal absoluto percibirán matices en la música, inaprensibles para la mayoría. Además, nuestra experiencia, nuestro estado de ánimo o múltiples variables orgánicas determinan que percibamos un entorno propio, actual y cambiante.

Los órganos de los sentidos recaban información acerca del medio para ayudarnos a sobrevivir. Así de simple. Por ello, los sentidos juegan un papel fundamental en el funcionamiento y organización de nuestro sistema nervioso. Los sentidos son importantes porque nos mantienen vivos, y nuestro organismo está permanente alerta a lo que nos dicen.

En lo que sigue, vamos a centrar nuestra atención en un sentido aparentemente poco importante en el ser humano: el sentido del olfato.

Espero sorprenderles.


G. Groddeck, colaborador de Freud, afirmó que "a pesar de todo lo que se ha enseñado y aprendido, el hombre es primariamente un 'animal nasal' y aprende a reprimir su agudo sentido del olfato durante la infancia, porque de otra manera la vida le sería insoportable". Esto es, como poco, una exageración. Y, sin embargo, hay datos que nos llaman la atención: el olfato humano es el más sensible de todos nuestros sentidos; una cantidad de materia ínfima vaporizada en el aire basta para estimular las células olfativas, y en este proceso somos capaces de percibir más de 10.000 aromas diferentes. El mecanismo bioquímico que lo hace posible sigue planteando multitud de incógnitas.

El olfato no es el único sentido al nacer, pero sí el más fuerte. El recién nacido se guía por el sentido del olfato para identificar a su madre, a la que distingue enseguida del resto de personas. La matrona deposita al niño sobre el pecho materno para que pueda olerla y se recupere así del estrés del parto. A menudo deja de llorar. Muy pronto surge un estímulo que relaciona la sensación de hambre con el aroma de la leche del pecho. Este aroma dulce, único, le proporciona un enorme placer, porque le anticipa la comida, el calor reconfortante del pecho o la textura del pezón en su boca. El olfato proporciona el primer ejercicio de antelación y memoria.

Con este ejemplo del niño presentamos dos características fundamentales del olfato: su relación con las emociones y el aprendizaje.

Desde luego, no disfrutamos del sutil olfato del perro, el cual dispone de unos 300 millones de sensores olfativos, seis veces más que cualquier humano; en el perro estas células altamente especializadas recubren la membrana nasal por completo, mientras que en el hombre la superficie con la que olemos es de apenas unos cinco centímetros cuadrados, y se concentra en la parte superior trasera de la fosa nasal. Esto explica que cuando nos esforzamos en captar un olor arruguemos la nariz y levantemos el rostro, procurando que entre la mayor cantidad de aire en contacto por la zona superior del interior de la nariz.

A este gesto tan característico lo llamamos olisquear.


Pero, aunque tengamos menos células olfativas, en el sistema nervioso no importa tanto la cantidad (el tamaño) como la función. Y el olfato humano tiene la particularidad de ser el único de los sentidos que está directamente conectado al sistema límbico y al hipotálamo, lugares ambos situados en una zona antigua del cerebro (el mesocortex o cerebro medio) en la que se regulan las emociones, se almacena la memoria y se liberan hormonas. Lo que procede de nuestro olfato pasa primero por el tamiz de las pasiones. El olor nos trae recuerdos, nos provoca sentimientos, añoranzas.




Olores, emociones, recuerdos y aprendizaje. Es una conjunción apasionante. Si bien es cierto que no dependemos del olfato para buscar alimento o pareja (aunque esto último veremos que es discutible), o detectar a un depredador, el olor es una compañía silente que dialoga primero con los lugares más íntimos de nuestro cerebro, donde no llegan directamente ni la vista ni el oído. Por tanto, no se sorprenderán si les digo que el olfato juega, en efecto, un papel importante en la atracción afectiva y el comportamiento social hacia los demás. ¿No tiene acaso una familiar, un hogar, su propio olor?

¿Ha oído hablar de la "inteligencia emocional"? En tal caso, les sorprenderá saber que, en efecto, las resonancias han demostrado que la amígdala (el núcleo emocional del cerebro) sólo se activa ante estímulos olfativos. Es importante señalar que, si bien todos los sentidos funcionan como recolectores de datos desde la memoria, únicamente el sentido del olfato suma al recuerdo las emociones asociadas. Esto significa que un olor puede provocar una respuesta emocional, imprevista y espontánea. Y las emociones asociadas a un olor determinado pueden cambiar a lo largo de una vida, dependiendo de las experiencias vitales sufridas. Insisto: los olores recuperan de los recovecos de la memoria no sólo recuerdos, sino, muy especialmente, sentimientos vividos en relación con los mismos. Y esto resulta más sorprendente cuanto más lejos se sitúa el recuerdo en el tiempo. El olor de la ropa en casa de nuestra abuela; el olor del pueblo en el que pasábamos las vacaciones de verano... El olor de una magdalena en el té despierta intensos recuerdos en Marcel Proust, que lo embarcan en una "búsqueda del tiempo perdido". Por cierto, en medicina se denomina "síndrome Proust" a este despertar súbito de recuerdos del pasado por un olor concreto.

El olfato es, por consiguiente, una maravillosa máquina del tiempo. Pregúntele a un anciano por los aromas que lo devuelven a la niñez. Se sorprenderá.

El sentido del olfato sólo está presente en un estado de vigilia; no sabemos muy bien la razón, pero no soñamos olores. O, si se quiere, no recuperamos recuerdos de los aromas que nos llegan estando dormidos. Puede que esto se deba al hecho de que las memorias olfativas precisan de una imagen visual para ser descritas, recuperadas. No podemos utilizar el lenguaje para activar las zonas cerebrales donde guardamos la memoria olfativa de un suceso, de una emoción. Entrar en una habitación donde estuve en mi niñez puede evocarme sentimientos y olores asociados; pero hablar de esa habitación no provoca el mismo efecto. Es difícil describir un olor con palabras. Rousseau definía el olfato como “el sentido de la imaginación.”

Es un sentido más complejo de lo que creíamos; las células responsables de percibir y procesar los olores son mucho más elaboradas que las que perciben el gusto, por ejemplo. Además, se renuevan una vez al mes. La naturaleza tiende a maximizar el aprovechamiento de los recursos; si nuestro olfato es tan complejo y está tan complejamente interconectado, alguna importancia tendrá para el humano. Esto es seguro.

La manera como se percibe y procesa el olor tiene un fuerte componente cultural. Los occidentales, por ejemplo, tendemos a enmascarar los olores corporales utilizando perfumes y ungüentos. Por ejemplo, la antropóloga cultural Margaret Mead sugiere que la mezcolanza étnica estadounidense (latinos, afroamericanos, anglosajones, orientales..., todos conviviendo en un mismo espacio) puede explicar la fobia a los olores personales; porque no nos suele gustar como huelen "los otros". Y en un entorno de multiplicidad "racial" (permítaseme la expresión), y en situaciones de proximidad personal (oficinas, ascensores, aulas...), nos incomoda un olor que nos es ajeno. Como siempre, lo extraño nos da miedo y nos provoca rechazo.

Así, Occidente está repleto de ambientadores que enmascaran el olor de un espacio público o privado con fragancias artificiales.




Hay otras culturas, como la árabe, que le conceden una mayor importancia al olor personal. De todos modos, es interesante observar que la poca intensidad del olfato humano puede tener que ver con su carácter social. Imagine que disfrutáramos de un sentido del olfato similar al de los perros: la vida en comunidad sería entonces un auténtico suplicio. ¿Se lo imagina?, sabríamos si alguien ha defecado recientemente, percibiríamos el estado de ánimo de todos los que nos rodean, conocidos o extraños, o la predisposición sexual de alguien situado al otro extremo de un vagón de metro. No habría lugar para la intimidad, para el misterio o la privacidad. Sería como vivir en un estruendo oloroso constante, con el agravante de que los olores traen consigo un fortísimo componente emocional. La convivencia en aglomeraciones humanas como una gran ciudad sería, entonces, inviable. Por cierto, resulta curioso que uno de los pueblos con mayor densidad demográfica del mundo, el japonés, destaque por su poco sentido del olfato. ¿Casualidad?

Además de un sentido del olfato menos intenso, los humanos hemos desarrollado otra herramienta que nos permite vivir en sociedad: la denominada "fatiga olfativa". Pasado cierto tiempo en presencia de un tipo de olor, dejamos de percibirlo, nos acostumbramos a él. Habrá quien se pregunte cómo pudo vivir la humanidad durante buena parte de su historia sin apenas higiene personal ni alcantarillado. Es fácil; porque nacían impregnados de ese olor. No eran conscientes de él. El ser humano ha vivido entre hedores que nos resultarían inconcebibles, pero todo es cuestión de hábito.  La industria del perfume está diseñando productos aromáticos que consisten en varias fragancias que se alternan en un único dispensador: de esta manera se evita este fenómeno de habituación.

Por cierto, no olemos siempre con la misma intensidad a lo largo de nuestra vida. La época que ronda de los 30 a los 60 años marca la plenitud olfativa, pero a partir de los 70 el olfato se pierde hasta casi desaparecer. Muchos ancianos no se huelen en absoluto; esto es algo que conviene tener en cuenta. Cuando nos llegue la ancianidad, tampoco nosotros nos oleremos.

Las mujeres suelen tener mejor olfato que los varones, y el sentido se agudiza extraordinariamente durante el embarazo y la ovulación. Por cierto: en la mayoría de las culturas la mujer cocina los alimentos, y es más joven que su marido. La mujer suele utilizar menos la sal para acrecentar el sabor de la comida que ha preparado. No le hace falta. Y, no hace falta recordarlo, la mujer vive estadísticamente más que el hombre.

Algunos autores defienden la existencia de un subconsciente olfativo, que vendría representado por la importancia de las feromonas en las interrelaciones humanas. Pero este es un tema que está en estudio (especialmente por la industria cosmética) y en absoluto los resultados son concluyentes. Incluso algunos autores están estudiando la relación entre la bioquímica del olfato y ciertos trastornos psiquiátricos, como la esquizofrenia. Una vez más, es un tema interesante, pero del que poco se puede aportar por el momento.

Sí sabemos que tenemos mejor olfato por las mañanas, y cuando tenemos hambre. Olemos mejor en verano, y los individuos de raza negra tienen un sentido del olfato significativamente menor que los caucásicos: las etnias ofrecen sutiles diferencias en su capacidad olfativa. En cuanto al trabajo, los que trabajan en ambientes cerrados suelen tener mejor olfato, y, curiosamente, según afirma el doctor Alan Hirsch, jefe de neurología de la fundación del gusto y el olfato de Chicago, las estadísticas señalan que una de las profesiones con peor olfato (y sentido del gusto) es la de cocinero. ¿No le parece increíble?

Por último, algo realmente sorprendente: todos los sentidos se cruzan al llegar al cerebro. Lo que oímos, vemos o tocamos con el lado derecho del cuerpo lo percibimos en el hemisferio cerebral contrario, el izquierdo; y viceversa. Sin embargo, el olfato, una vez más, se distingue del resto: es el único sentido en el ser humano que no se cruza. ¿Por qué? No lo sabemos; pero alguna razón debe haber. La naturaleza no diseña algo sin que haya un motivo. Los insectos, por ejemplo, tiene localizado su olfato en las antenas; y es un sistema que funciona muy bien; una oruga o una polilla es capaz de reconocer un olor determinado a kilómetros de distancia. Nada en la naturaleza puede igualar algo así.




Acabamos. Me huelo que el tema del olfato ha resultado ser un tema más interesante de lo previsto.

O, al menos, eso espero.

Antonio Carrillo.

4 comentarios:

  1. Hacia mucho que no te leía,cosas de la vida! Y te reconozco echaba de menos lo bien que me sienta y lo mucho que aprendo. Gracias, gracias!!!

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  2. Estaré aquí siempre que necesites una pizca de sueños y sorpresas.

    Pero soy yo quien tiene que darte las gracias. Son mensajes como el tuyo los que me dan impulso para seguir en esta tarea de recopilar asombros.

    Un beso muy fuerte.

    Antonio

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    1. Seguiré acudiendo encantada a soñar y sorprenderme!!! Un beso para ti también.

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  3. Excelentes los temas que publicas, los empece a leer hace poco y la verdad son muy buenos e interesantes!! GRACIAS por la información!! Carolina Melgarejo

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