miércoles, 15 de abril de 2015

TIEMPO, CURIOSIDAD Y MIEDO

 



Aquello que la oruga llama el fin del mundo

El resto del mundo lo llama mariposa

Lao tse

El hombre es tiempo, curiosidad y un poco de miedo.


Es mucho más, cierto; pero todo escrito necesita un comienzo, y como frase no está mal.

Si mezclamos estos tres colores primarios dispondremos de una paleta llena de matices insólitos. “Tiempo” y “curiosidad”, por ejemplo, son los ingredientes con los que fabricar a un viajero, un vagabundo. Para el hombre todo horizonte resulta una llamada, y desde que nace se embarca en una búsqueda de lugares, individuos y saberes nuevos, navegando océanos reales e imaginarios.

De niño aprende el habla empujado por el ansia de entender y ser comprendido, con el deseo perentorio de participar de la fascinante magia que son "los otros". Al principio, sólo la madre traduce su confuso balbuceo de hadas; pero muy pronto el niño humano explora, escucha, percibe y se expresa; despierta sus sentidos a la realidad. Los abrazos lo han preparado y conoce sus propios límites, se zambulle en un universo de sonidos e imágenes protegido por la magia de los besos y las caricias; se sabe valorado, importante y único, y está bien pertrechado para iniciar un camino incierto que recorrerá casi siempre solo: su propia vida. Evolucionará después de haber nacido a la luz como ninguna especie lo hace: con la necesidad de deambular por un interminable laberinto de encrucijadas, con el único bagaje de una predisposición genética y, mucho más importante, un entorno social y familiar que lo educa, confiere valores y, si tiene suerte, le facilita comida, calor, seguridad y amor.

Finalmente, decidirá su rumbo en cada cruce, y mientras perdure en él la búsqueda y el asombro, el tiempo y la curiosidad, permanecerá latente en su pecho la vida.

Esto nos conduce a la segunda variante, la que mezcla “tiempo” y “miedo”; que enmarca la naturaleza última del individuo. De lo dicho antes se infiere que los humanos nacemos a medio hacer, moldeables e indefensos. Tanto es así que, como reza un famoso aforismo, nuestra existencia (estar) precede a la esencia (ser). Es decir, no nacemos hechos; nos  ensamblamos en un todo coherente con el lento transcurso del tiempo.

Al principio la herencia cobra protagonismo en forma de instintos, fobias y reflejos que resultaron útiles para la supervivencia de nuestros ancestros. Pero el hombre es un animal capaz de adquirir con esfuerzo y disciplina cualidades insólitas. Cuando un bebé humano nace lo hace "insatisfecho" (del latín in satis factum: no suficientemente hecho). Al cabo de un año el niño resulta un ser sustancialmente distinto. Su cerebro es diferente. Cambia en la sinapsis, lo hace constantemente, y cada día alumbrará a un ser nuevo, hasta casi su final. El momento de su muerte será, entonces, ontológicamente trascendental. Es decir, hay que esperar a la cercanía de la muerte para conocer quien ha llegado a ser en realidad, su verdadero nombre.

No nacemos con un nombre; morimos con él.


Llegará un día en que el niño tome conciencia de su propia muerte, y del hecho de que es responsable no sólo de su presente, sino también de su futuro; buscará atajos y distracciones a este vértigo existencial que lo golpeará durante toda la vida. Un animal transcurre por la vida ajeno a su final, pero el animal humano muere todos sus días, y en algún momento entierra a amigos, padres o hijos. Apartará su miedo en un oscuro almacén que llamamos subconsciente, pero no podrá escapar de la sombra alargada del ciprés.

Es libre para decidir, puede y debe optar por uno u otro sendero; la vida planteará encrucijadas constantemente sin que nadie pueda decidir por él. Le tendrá miedo al tiempo, porque se le escapa imperceptiblemente, porque le obliga a decidir, porque nunca tendrá un control absoluto de su presente. Porque, haga lo que haga, la vida siempre tiene mal pronóstico. Los humanos nos apagamos sin darnos realmente cuenta, y el espejo nos miente amable todas las mañanas. La vejez siempre llega de repente. Por fortuna, resulta tan arduo el camino que muchos llegan agotados a la meta. Y es entonces que se produce un hecho sorprendente: el anciano deja de temer al tiempo. En realidad, él mismo se ha convertido en tiempo.
 
 

Es entonces el momento de ponerle nombre, lo dijimos antes; y prestar atención a sus palabras.


La ultima mezcla de esta paleta vital, en la que se aúnan “miedo” y “curiosidad”, genera un crisol repleto de desconfianzas y prejuicios. En nuestro interior, un cerebro emocional paleolítico se enfrenta a una existencia en sociedad sumamente compleja, fruto de la curiosidad y la inventiva humana, saturada en fin de conocimientos y tecnología. Pero en el fondo seguimos siendo simios gregarios, competitivos y violentos. Queremos transmitir nuestra carga genética; y defendemos tanto nuestra prole como nuestro nicho biológico con fiereza. Acumulamos si podemos, prevalecemos si sabemos, aniquilamos si es necesario. El siglo XX nos ha dejado un reguero de sangre y vergüenza lo bastante denso como para tener pocas dudas sobre nuestra naturaleza emocional. Hoy mismo, millones de seres del llamado tercer mundo viven (y mueren) una existencia indigna que alimenta el ansia consumista de una minoría selecta de adolescentes perpetuos, que se atiborran de ansiolíticos y consideran la felicidad una meta inexcusable. ¡Como si la felicidad fuera un derecho! Los jóvenes son los que enseñan a los ancianos, que se muestran confundidos y desplazados por una realidad frenética, inaprensible. No se muere con la conquista de un nombre propio, porque la televisión o internet se alimentan de anonimato. Esta despersonalización imparable se apodera de urbes inmensas en las que el estruendo y la prisa atropellan los sueños. 




En un lugar así, tan civilizado, resolvemos ecuaciones a la vez que sufrimos un miedo infantil a que nos quiten lo mucho que acumulamos. Creamos fronteras para poder cerrarlas, hacemos proselitismo de nuestras certezas y acallamos nuestra conciencia con una ayuda humanitaria compuesta de migajas y condescendencia a partes iguales. Es el vociferante mundo de los “sordos funcionales”, que no distinguen lo que Tienen de lo que Son. Decía el humorista Perich: “¿qué cabe esperar de una sociedad en la que las bicicletas son estáticas y los teléfonos móviles?” Los ancianos ocultan su vergonzante condición en máscaras de bótox, los adultos prostituyen su libertad a cambio de dinero y los niños aprenden a no ser niños.

Nos olvidamos de contar historias y, en consecuencia, la historia se olvida de nosotros.
 
Hasta aquí hemos cumplido con lo que se espera de un ensayo sobre la condición humana. El pesimismo y el desastre premonitorio son materia siempre inexcusable. Y, sin embargo, hay algo más; un milagro en forma de esperanza. Pero es difícil de explicar, porque para encontrarle sentido necesitamos de unos gramos de intuición, un poco de inocencia, debemos utilizar el sexto sentido humano, el sentido del humor, y recobrar, en palabras de María Zambrano, el lenguaje de la razón poética. “Tiempo”, “curiosidad” y “miedo” no bastan entonces para abarcar por completo la complejidad humana.

Disponemos de otra visión, más poética, en la que la metáfora germina verdades.  

La sociedad está en crisis, es cierto. En realidad, siempre lo ha estado. En una tablilla de arcilla de la época Sumeria, hace 5.000 años, un padre se lamentaba ya del comportamiento irresponsable de su hijo, y de la juventud en general. Creía que la civilización humana no tenía futuro.

Debemos adoptar una perspectiva “Sub specie aeternitatis”, en expresión de Spinoza; contemplado el hombre desde la eternidad; como un todo. Hoy en día podemos optar por una visión muy amplia del devenir del cosmos. Comenzamos así un viaje por argumentos a menudo incómodos de asumir: somos el resultado de unos fenómenos astronómicos, geológicos y biológicos impredecibles. Somos hijos del azar, unos recién llegados a un anodino sistema solar de una galaxia corriente, situada en un universo joven que se muere de vacío, de frío y oscuridad. Que se expande hacia la nada de manera acelerada desde hace 5.000 años sin que sepamos el porqué. No hay final feliz para nuestra (cualquier) historia, porque lo que hay es un final sin estrellas.  

Somos innecesarios y, posiblemente, únicos. Al menos en nuestra galaxia.

Pero mientras dure la senda, mientras Estemos, aparte de pasarlo lo mejor posible, debemos revestir el “tiempo”, el “miedo” y la “curiosidad” de intuición. Y con ello vamos a buscar la perspectiva nueva que nos ofrece, en palabras de Chantal Maillard, “la creación por la metáfora”.


Vamos a sembrar por doquier una semilla del árbol de la curiosidad. 

Cuyo fruto, como la estatua del halcón maltés, está hecha de la materia que conforma los sueños.

Antonio Carrillo Tundidor

3 comentarios:

  1. He vuelto a leer hoy tu texto y me ha parecido aún más hermoso. Su pulcritud en la redacción y su profundidad dicen mucho de la inteligencia y la calidad humana de su autor.Otra vez, gracias por compartir tus pensamientos.

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    1. Qué bonita eres!
      Tengo la suerte de haber podido conocer a personas como tú, hadas y duendes del tiempo amable y apacible.

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