viernes, 13 de septiembre de 2013

La noche en que nació la filosofía II




Había dejado pendiente terminar este artículo. No será fácil.
 
No lo será por dos razones:
 
La primera, porque nos adentramos en fundamentos metafísicos de difícil concreción, y de no fácil comprensión (al menos, para mí).
 
La segunda, porque detrás de toda esta significación del Parménides ontológico se oculta otro Parménides más mistérico. Profundo. Y cuando nos adentremos con él a incubar ideas supuestamente órficas o apolíneas, correremos el riesgo de hundirnos en el absurdo o, peor, en la incongruencia.
 
Es un ejercicio de funambulismo el que me propongo realizar. Ruego paciencia y, llegado el caso, indulgencia. Si finalmente caigo en el desvarío, espero que los comentarios de mis amigos me recuperen para la sensatez.
 
Porque es de magos de lo que voy a hablar. De magia occidental.
 
 
De cuando Platón mató a Parménides.
 

Siempre resulta conveniente que las fuentes sean fiables; y en este caso quiero hacer mención expresa a las mismas. La editorial Gredos publicó la obra “Los filósofos presocráticos” de Kirk, Raven y Schofield, en edición de Jesús García Fernández. También ha editado, dentro de su (imprescindible) colección Biblioteca clásica de Gredos tres tomos dedicados a los filósofos presocráticos, bajo la dirección de Conrado Eggers. En general, se nota en el análisis de los textos la (sutil) influencia hermenéutica procedente, principalmente, de Hans-Georg Gadamer. En lo que sigue he consultado, entre otras, fuentes como Jaeger, miembros de la escuela de Tubinga o nuevos (y polémicos) enfoques sobre cómo interpretar a Platón, como los que propone Giovanni Reale desde Turín. Por último, hay un libro de reciente aparición, “Los oscuros lugares del saber”, de Peter Kingsley, publicado al castellano por Atalanta, que puso mi atención sobre Parménides. Ha sido la verdadera inspiración para estos dos artículos.
 


De todos modos, lo que antecede y lo que sigue es fruto, sobre todo, de mi estulticia.
 
Kirk, Raven y Schofield presentan a los pensadores jonios como monistas materialistas.
 
 
Proponían así un diké (el agua o el aire, por ejemplo) como origen de todo lo que vemos. En este sentido, Parménides supuso una clara ruptura en la filosofía, una reflexión nueva, más especulativa que naturalista. Jaeger, en su monumental Paideia, afirma que “al lado de la filosofía natural de los jonios y de las especulaciones pitagóricas sobre los números, aparece con Parménides una nueva forma fundamental del pensamiento griego, cuya importancia traspasa los límites de la filosofía para penetrar profundamente en la totalidad de la vida espiritual: la lógica.” Hegel habla de “un ascenso al reino de lo ideal” que marca un antes y un después. Aristóteles afirma en su metafísica que Parménides destaca por manifestar una visión sobre “lo Uno” más profunda, según el concepto, y no según la materia. Así, para el eléata, si lo que “Es” es eterno, debe ser “Uno”, y no puede ser principio de una realidad formada por múltiples elementos. Parménides reflexiona sobre lo eterno o, en palabras de Aristóteles, “lo que es no deviene, porque ya es, y nada pudo llegar a ser a partir de lo que no es”.
 
 
Para Aristóteles, el pensamiento de Parménides “torna imposible el saber acerca de la naturaleza”. Parménides, dice Hegel, se “libera de todas las representaciones y opiniones, les niega toda verdad y dice: Sólo la necesidad, el ser, es lo verdadero”. Para Parménides “el pensamiento y el ser son uno y lo mismo”.
 
Parménides representa el descubrimiento por el hombre de lo cognitivo en estado puro.
 
 
En definitiva: Con Parménides el “Ser” o “Existente” aparece, por vez primera, en la filosofía. Es un primer indicio de metafísica, de existencialismo; de fenomenología acaso. Unas proposiciones “que constituyen una trama rigurosamente lógica” para Jaeger. Y todo este fulgor se vuelca en Platón, que lo considera “venerable y terrible a la vez” (Teeteto), y lo denomina “El grande” y “Padre” (Sofista). De hecho, muchos autores hablan de un antes y un después en la doctrina de las ideas tras el diálogo Parménides.
 

Giovanni Reale afirma que El Parménides es, “sin duda el diálogo más enigmático”. Hegel lo considera “la obra capital de la dialéctica platónica”, y los neoplatónicos lo consideraban la culminación de la metafísica en Platón; no faltan autores que hablan de una crisis espiritual en el filósofo ateniense. Parménides parece atormentar a Platón. En realidad, en este diálogo Platón afronta de la mano de Parménides el estudio de la metafísica y su estructura bipolar como forma de salvar el monismo eléata.  
 
La teoría platónica de las ideas suscita aporías (tan queridas por Parménides); pero si las elimináramos, sin más, desaparecería la dialéctica y, por ende, el pensar, la filosofía, opina Reale. Sólo se puede salvar este escollo elevando la dialéctica a la metafísica por medio de la existencia de dos Principios (lo Uno y lo Múltiple) indisolublemente unidos. De ahí la estructura bipolar como fundamento ontológico. Es algo que un Platón maduro desarrolla en algunos de sus últimos diálogos (el Sofista y el político), en los que, por cierto, sustituye al omnipresente Sócrates por un extraño “filósofo procedente de Elea”. Es Platón mismo, procedente de (homenajeando a) Elea y que, sin embargo, salva su teoría de las ideas matando a Parménides, cometiendo parricidio en el Sofista.
 

Lo que hace Platón, en palabras de Reale, es “transgredir el supremo mandamiento de Parménides, según el cual el no-ser no es”. Platón da un giro ontológico a la filosofía afirmando textualmente que “el no-ser es, si se entiende justamente en el sentido de `diferente´”. Pasamos del monismo eleático (ser-uno) a la estructura dialéctico–polar de la realidad.   
 
 
Habría otras consideraciones que hacer respecto de la axiología (los valores) como fundamento de los Principios platónicos (el Parménides real no habló nunca del “bien”). Tampoco de la “belleza”. Sin embargo, dejamos el tema en este punto. Primero, porque tiene más que ver con una refutación a los pitagóricos que a los eléatas y, segundo, porque todo este galimatías produce dolor de cabeza.
 
 
Lo confieso: la metafísica me aburre soberanamente. Debe ser por falta de capacidad, por mi poco intelecto. O por una escasa formación. El caso es que tanta búsqueda suspendido en el aire, finalmente, me agota.
 
Es hora, pues, de cerrar el artículo sobre el hombre que cambió la filosofía y que tenía sus raíces en Focea.
 
Es hora de hablar de magia.
 
 
Una búsqueda en la oscuridad

 
En el mundo antiguo había magos y chamanes. También entre los griegos.
 
Los ritos mistéricos, como los órficos o los eleusinos, formaban parte de la cotidianidad griega, y la consulta a oráculos como los de Delfos, Dódona o Delos era una práctica habitual por gobernantes y particulares.
 
¿Este hecho va en detrimento de la lógica y el pragmatismo griego? No lo creo. Históricamente, ha sido compatible reflexionar sobre cuestiones cosmológicas, o profundizar en el conocimiento de las matemáticas, y a la vez buscar respuestas en lo místico. La naturaleza humana permite que Newton, por ejemplo, arquetipo de científico y matemático, dedicara buena parte de su vida a la alquimia. El paradigma del tránsito de la fe a la razón científica lo encontramos en la (apasionante) figura de Johannes Kepler, que pasó de buscar la armonía de las esferas en los poliedros perfectos (una idea de base teológica/platónica) a formular las tres leyes físicas que rigen el movimiento de los cuerpos celestes y que nos permiten lanzar naves espaciales a Marte.    
 
En definitiva, todos tenemos una vertiente positivista que convive con una inquietud ontológica. Lo que no resulta razonable es que la segunda contamine los postulados firmemente consolidados por la primera. El sistema doble Tierra/Luna gira alrededor del Sol en una órbita elíptica; y el ser humano es consecuencia de un proceso evolutivo natural que ha durado millones de años. Estos dos enunciados no plantean la más mínima duda, ni pueden ser refutados. 
 
Estudiar entonces el creacionismo en la escuela, como alternativa plausible a la evolución, es una aberración lógica en pleno siglo XXI. Así de claro.
El problema, tal y como yo lo veo, es el siguiente: los occidentales hemos ejercitado durante siglos el positivismo, encontrando respuestas a este galimatías que denominamos lo existente. La ciencia nos aporta pruebas fiables y validadas experimentalmente de cómo es y funciona la realidad, tras un trabajo de miles de mentes privilegiadas, insertos en una senda plagada de hipótesis, pruebas y esfuerzo intelectual. Año tras año, siglo tras siglo, avanzando, aprendiendo de los errores y siendo fieles a un mismo método. En ocasiones la ciencia refuta lo dicho anteriormente y propone hipótesis nuevas; es una prueba de su grandeza.
 
Por el contrario, el hombre del mundo antiguo estaba totalmente dominado por el misticismo, por la magia. Bertrand Russell lo plantea no sin cierto humor: “Tales nos dice que todo procede del agua, pero no nos dice cómo”. Es cierto: formular hipótesis sobre cosmología, matemáticas o física no te convierte, per se, en científico. Falta el método.
 

En esta tesitura ¿dónde se sitúa Parménides?
 
Para Jaeger, “Parménides es el primer pensador que plantea de un modo consciente el problema del método científico”. De hecho, Szabó o Eggers afirman, nada menos, que la primera demostración deductiva de la historia de la ciencia pertenece al eléata. En definitiva, la íntima conexión que encontramos entre la realidad y el pensamiento puro, como característica más definitoria de Parménides, ¿bastaría para que pudiéramos considerarlo el primero de los científicos?
 
Yo no lo creo. Parménides no era un científico. Era un filósofo; quizás, el primer filósofo merecedor de tal nombre (aunque esto es muy discutible). Pero sigue siendo un hombre del mundo antiguo y, si bien esto lo enlaza con tradiciones místicas que no permiten considerarlo un positivista, a su vez le confiere una impronta única. Fue el primer gran lógico, y empleó su vasta inteligencia en la tarea de hacer comprensibles los misterios ocultos. En hacer aprehensible desde el pensar al menos un resquicio de la magia que forma parte de nuestro yo.
 
Cuando Platón, con toda su fuerza, se apropió de Parménides, desvirtuó una parte significativa de su mensaje. Lo oculto salió de la esfera del mito, del ritual, y adoptó la forma de la metafísica. Y en occidente nos quedamos huérfanos de magia.

En consecuencia, los occidentales buscamos referentes mágicos ajenos, e intentamos hacerlos nuestros. Practicamos el Yoga, la meditación oriental, o nos interesamos por enseñanzas budistas o taoistas. Y es una lástima, porque tenemos nuestra propia magia, consecuencia de miles de años de ejercitar un misticismo arraigado en nuestra cultura. No necesitamos buscar fuera lo que llevamos dentro.
El problema es que lo hemos olvidado.
Nos lo han arrebatado.

Todo empieza con la revolución que supuso la polis griega: un nuevo y sorprendente ordenamiento social. Los griegos participaban activamente en el gobierno y toma de decisiones de su polis. Incluso en las tiranías, las polis confieren a sus miembros la condición de ciudadanos. Y esto fomenta el pensamiento libre.
 
En este marco, los griegos se abren al mundo entero: oriente y occidente. Especialmente en La Jonia, como vimos, el ciudadano aprende de muchas otras tradiciones ajenas a la suya, que posiblemente le hace dudar de cualquier dogmatismo. Todo, elementos atmosféricos, fenómenos celestes o humanos, se desvinculan de dioses o monarcas, algo impensable en Egipto o Mesopotamia.
 
Siguiendo a Vernant, pensamos que la polis, con sus teatros públicos, sus decretos legales racionales o su religión al alcance de los ciudadanos es el caldo ideal para que germinen sabios como Tales o Anaximandro. Perciben la corriente de ideas que fluye desde oriente, cierto, pero son griegos y, en consecuencia, más libres.
 
Y en libertad la filosofía surge de la curiosidad por el hombre y lo existente. El mundo griego busca simplificar los fenómenos porque necesita dotarlos de sentido.



Incluso el pensamiento griego que antecede a la filosofía lleva la semilla de la curiosidad. La conexión pensamiento/realidad parmediana la encontramos en Homero; su percepción dualista dentro de la unicidad recuerda a Hesíodo. La mitología, el teatro, la historia… beben las polis de fuentes similares, lo cual les confiere una identidad cultural (son griegos), aunque no sean ciudades idénticas. Y así, en Focea, origen de los eléatas, reciben por cercanía la influencia (casi) matriarcal de los lidios, distinta del predominio total del varón griego. Por tanto, insisto, son todos iguales, pero diferentes. No es lo mismo Atenas que Esparta, ni Focea que Mileto. Al fin y al cabo, son Ciudades-Estado.
 
Es curioso: en la única obra de Parménides, cuyas raíces están en Focea, todos los personajes, incluso los animales, son femeninos. Y las mujeres le muestran a Parménides la senda de la sabiduría. Homero le da forma, cierto, pero percibimos un respeto hacia la mujer inaudito para la época. La mención a la diosa (con seguridad Perséfone) nos recuerda a mitos ancestrales: los de la Diosa Madre, presente, muy especialmente, en la Creta minoica, y antes en las culturas prehistóricas del este de Anatolia.


 

 
Hay un vínculo evidente entre Parménides y Apolo sanador (Apolo Ulio). De hecho, una inscripción encontrada referente a Parménides (la única) hace mención a su carácter de médico (Ulios). De sanador. Pero a la manera de Apolo y su hijo Asclepio: practica una sanación que se basa en la quietud y la absoluta intromisión. Es una tradución mística ancestral que busca el curarse a sí mismo desde el recogimiento. Desde el encontrarse a sí mismo. No hablamos tanto de una Teurgia como de la tradición médica de la isla de Cos, (curiosamente, situada en Asia Menor), patria de Hipócrates, padre de la medicina moderna; el pronóstico y la observación de las causas de la enfermedad convive con la creencia de que la salud nace de la paz con uno mismo y del reposo. De detenerse a escuchar el interior. De que la naturaleza cura.


 
Aquí está la esencia “mágica” de Parménides. En su poema, la diosa le indica que la sabiduría le espera en lo más profundo de una cueva, en la oscuridad. Es un símbolo de lo que Parménides y los Pitagóricos creían: la luz de la revelación proviene de la oscuridad que reina en lo más profundo de nuestro ser.


 
Sería fácil establecer lazos con los cultos órficos, tan presentes en la Magna Grecia y adoradores de la noche; pero lo más probable es que la tradición órfica proceda de Parménides (o de Empédocles), y no al revés. Antes he citado a Creta: recuerdo a Epiménides, el cretense que vivió una revelación en lo más profundo de una cueva. Cuando los atenienses acudieron a él para que les aconsejara sobre su manera de gobernarse, aconsejó que respetaran a la mujer y se mostrasen pacientes, reflexivos. Es un mismo mensaje, una misma manera de entender la sabiduría. Por cierto, a su muerte se observó que el cuerpo de Epiménides estaba tatuado a la manera de los chamanes del Asia Central.
 
Si le interesa la figura de Epiménides, puede consultar en este link:


Parménides también dictó leyes. Era médico y legislador. Este detalle nos muestra la diferencia entre los “magos” griegos y los chamanes y magos orientales: los sabios de Grecia divulgan su saber y procuran darle una utilidad pragmática. No les interesa el secreto, sino el bienestar de las personas. Y no sirven a un solo monarca, ofreciendo sus servicios como astrólogos para vaticinar el curso de la historia. Parménides no busca en las estrellas. 


 Parménides se adentra en sí mismo.

Perséfone, diosa de los muertos, lo conduce a su reino; pero hay un detalle que no se nos escapa: esta diosa tenía la facultad de curar cualquier mal sólo con tocar. Curación, oscuridad, incubación, sabiduría… se repiten las casualidades.
 

Todo este Parménides muere con Platón. La metafísica ocupa el hueco dejado por la incubación; pero es un privilegio al alcance de unos pocos intelectuales. La diosa madre se olvida, como desaparecen la pléyade de dioses y mitos que enriquecían el saber griego. Tenemos un único Dios, irascible y dogmático.
 
Y la verdad ya no está en nosotros. Está en encontrarlo a Él. En compartir (merecer) su gloria.



La noche en que los barcos abandonaron focea, el espíritu de Homero viajaba a bordo, con la diosa madre de la Anatolia neolítica, Apolo sanador, ricas creencias orientales, un sentido pragmático y comercial de la existencia, un esbozo de interés por la ciencia y el orgullo de sentirse griegos. El resultado: Parménides, que desciende a los infiernos que son él mismo. Que utiliza su inteligencia para inventar una incipiente lógica y un trasunto de metafísica. Hay motivos para la ilusión en el ambiente: contra todo pronóstico, Grecia vence a Persia. La filosofía (occidente) prevalece.

 
Años más tarde, un Platón desilusionado, huido de Siracusa, ciudadano de una Atenas sometida por Esparta, recoge el testigo dejado por Parménides y, con alevosía, se apropia de su pensamiento, acomodándolo a su conveniencia. Desde entonces, muere la posibilidad de conservar una “magia” propia en occidente. En su lugar, tenemos hoy parapsicólogos, místicos orientales, curanderos o iluminados.
 
Perséfone pierde interés por los humanos, cada vez más frenéticos y sordos.

 
Sordos a ellos mismos.

 
Con la revolución industrial se pierde todo atisbo de memoria. Vivimos en el estruendo.  

 
Perdidos a nosotros.

 
Antonio Carrillo

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